Dejar el fútbol siendo niño
Hay pequeños que dejan de jugar porque se les ha hecho ver que son malos y otros que no quieren volver porque se les ha exigido demasiado
Llega el séptimo mes del calendario romano y, como cada año, lo hace con un sopapo de realidad. Después de días de asueto y mar y montaña y juegos, de felicidad, al fin y al cabo, vuelve la rutina y los hombres y las mujeres regresan a la oficina, a la fábrica, a la cocina. Lo hacen en bandadas, como aves migrantes incapaces de elegir, pájaros grises que vuelan en formación hacia un mismo destino. A estos hombres y estas mujeres les siguen también sus niños, para quienes el verano ha sido apenas un suspiro y comienzan a comprender la fugacidad del tiempo. Sentados ocho horas cada día en su pupitre, miran por la ventana del colegio comenzando a preguntarse, tímidamente, por el sentido de todo esto, mientras sus profesores les regañan por no prestar atención a lo importante, la pizarra, ese rectángulo que se supone que les explica el mundo que queda ahí fuera.
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