No desprecies un buen chisme: cómo el cotilleo ha esquivado el clasismo para conquistar la cultura
El poder de la habladuría se reivindica ahora en la literatura, el ensayo y el ‘podcast’ como herramienta subversiva frente al poder
Aunque lo etiquetó como “signo de debilidad” a ignorar, Kant fomentaba el cotilleo en sus cenas bajo “la obligación de secreto”: lo que se decía en su mesa se quedaba en la mesa. Kierkegaard también lo repudiaba. El pensador danés lo consideraba efímero, así que impuso un baremo clasista: “La habladuría [Gerede] es algo que cualquiera puede dominar”, escribió, restándole privilegio y, por tanto, interés. Hannah Arendt creía que para ser visto y oído solo importaba aquello que quedase en la esfera pública; ¿cotillear?, un acto indigno del recuerdo organizado. Hasta la madre de Nora Ephron, la guionista que transmitió obsesivamente a la escritora y directora lo de afinar bien el oído porque todo era un tema a explorar (y vampirizar) en su arte —”everything is copy” (todo es material, en español), le repetía—, temía con ansiedad las consecuencias del cotilleo sobre su persona. Cuando un amigo le pidió llevar a su casa a Lillian Ross, la cronista social de The New Yorker que tenía la capacidad de hacer que la gente sobre la que escribía pareciese mema, solo puso una condición: “Que venga a la cena, pero que no publique nada”.
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