Ya no hay sorpresas
Hay algo infantil en el modo con el que los ciudadanos de las democracias afrontamos el tiempo actual
En un episodio de Los Soprano, el protagonista, acuciado por problemas de toda índole, acaba en los brazos consoladores de una mujer rusa a la que le falta una pierna y que, pese a ello, aparenta cierta placidez armónica en su vida. Ella le explica, de manera simple, que los norteamericanos, por lo general, se sorprenden cuando algo malo les sucede, en tanto que el resto del mundo está habituado a esperar siempre lo peor. Nos hemos contagiado de esa actitud de soberbia porque la indiferencia con la que estamos tratando el desastre humanitario tras la invasión israelí de Gaza deja traslucir que somos muchos los que sufrimos el síndrome del desprecio al dolor ajeno. Lo que está padeciendo la población civil de aquel lugar si lo sufriéramos en nuestro territorio nos indignaría. El hambre, la sed, la destrucción, el abandono, la persecución permanece en un limbo de despreocupación desde hace más de un año. La exigencia de soluciones no parece que afecte a ese punto del mapa. Allá dejamos que la inercia imponga su crueldad.
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