La moraleja de las hijas de los toldos verdes
La generación que heredó el “un país de propietarios y no de proletarios” viene con la lección aprendida a fuerza de desengaños
Soy hija de la España de los toldos verdes. Crecí en un edificio de protección oficial franquista. Nadie me lo explicó de niña. No hizo falta. Cada día, al volver con mi hermana del colegio público a dos calles de casa, nos topábamos con una placa en la portería: “Ministerio de la Vivienda. Edificio construido al amparo del régimen de Viviendas de Protección Oficial”. Yo pensaba que todo el país vivía así, que todos los niños veían el yugo y las flechas de la Falange en su fachada al llegar, aunque sus bloques no fueran tan altos y de ladrillo visto como el nuestro de Can Vidalet, una barriada del Baix Llobregat que explotó con la migración de andaluces, extremeños y manchegos en los setenta. Albergué esa idea naíf hasta la universidad, cuando entendí que aquel batallón de obreros y limpiadoras que conformaban mis padres, los de mis primos y amigos no era lo común y que si por algo se distinguían era por ser la mano de obra más barata de Barcelona.
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