Leire, Amaia y cuatro tíos
Vale que ellos son los compositores, los propietarios, los cerebros de La Oreja de Van Gogh, pero ella, ellas, son el alma y, sin alma, no hay paraíso
Nunca fui fan de La Oreja de Van Gogh. Su aparición estelar, en 1998, me pilló cumplidos los 30, una edad malísima para gestionar prejuicios. Demasiado vieja y resabiada para apreciar esas letras de chica conoce a chico bajando del tren y desde entonces lo quiere y lo adora y lo vuelve a querer. Demasiado joven y arrogante para no despreciar esas músicas que se te adherían al hipotálamo y no te quitabas ni con electrochoque. Demasiado soberbia, al menos, para admitir mi culpa. Porque, sí, confieso: ya entonces berreaba esas canciones en la intimidad de la ducha y el habitáculo del coche como quien se entrega a un placer solitario. Podía gustarte o repatearte, pero había que estar muerta en vida para no sentir el chorro de pasión y vulnerabilidad que soltaba por esa boca esa chica que se comía el micro, el escenario y a los cuatro tíos que tocaban detrás de ella. Se llama Amaia Montero. El resto es historia.
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